Hace unos días recibí por internet un vídeo. Figuraba como remitente “Gerón. Grupo de nuevas experiencias”, y en el asunto escribían “Puro arte”.
No conocía al tal grupo Gerón, pero lo de “nuevas experiencias” y lo de “puro arte” me sonaba a alguna nueva investigación de vanguardia artística.
Por un momento pensé borrar directamente el correo que contenía el vídeo, porque ya estoy escarmentado con las bobadas vanguardísticas que suelen tener dos ejes: la falta de belleza de lo que proponen, y la idea, casi siempre expresa, de que cualquiera que los critique es un ignorante.
Lo pensé por un momento, como digo. Pero después me decidí a abrirlo porque no se puede emitir un juicio sobre algo sin conocerlo.
Las primeras imágenes me interesaron. No por lo que significaban, sino porque me sonaba el lugar. Era un cercado para ganado, una zona de terreno rodeado por una red metálica de un metro de altura más o menos, junto a una frondosa encina. A pocos metros se podía ver el tráfico de una carretera por la que paso de vez en cuando y desde la que me había fijado más de una vez en aquella hermosa encina solitaria.
Junto a la cerca había gente que hablaba entre sí, que observaba el interior, que contribuía a un fuerte murmullo, casi griterío, perfectamente audible en la grabación.
Unos segundos más tarde entran en el cercado cinco hombres sujetando a un gran perro que lleva las patas atadas y un bozal.
Lo dejan en el centro de la cerca, tumbado, y le quitan el bozal, retirándose hasta donde la gente observa.
El perro es de gran alzada, sin raza concreta, y se queda tumbado, inmóvil en el mismo sitio donde lo han dejado. Sus ojos desconcertados recorren la zona. Luego se quita con los dientes las ataduras de las patas, que, al parecer, no estaban demasiado trabadas, y se pone en pie.
Mientras tanto, las cinco personas que lo han sacado han cogido cada uno una buena estaca y esperan.
Al verlos, el perro gruñe, pero la cola entra las patas indica que es más de miedo que de agresividad.
Tras unos pasos lentos, inicia la carrera para salirse del cercado por donde pueda, pero en cada punto de la cerca al que se aproxima encuentra a un hombre que le golpea con el palo, haciéndole retroceder. Nueva carrera hacia otro lado. Nuevo golpe.
Carreras y golpes se suceden durante un tiempo que parece interminable, hasta que el perro desiste de intentar huir y se planta casi en el centro, enseñando los dientes, gruñendo, y con la cola erecta, en una clara advertencia de que está dispuesto a defenderse con ferocidad.
Nadie se le acerca.
Por el fondo, por donde entraron con el perro patiatado, aparece un personaje nuevo avanzando solo hacia el animal, que se vuelve hacia él. Lleva en la mano también un grueso bastón de madera.
Estando ya muy próximos, el hombre se agacha y golpea el suelo con el bastón, en clara incitación al perro, que responde con un ronco gruñido y con un salto adelante, hacia su contrincante.
Con inusitada rapidez, el hombre esquiva la acometida y golpea fuertemente al perro en el lomo cuando pasa por su lado.
La gente grita y aplaude con energía.
El perro y el hombre se revuelven, enfrentándose de nuevo. Otra vez es el perro el que ataca, pero ahora el hombre no lo deja pasar, sino que asesta un fuerte golpe en el morro, haciéndole saltar varios dientes.
El perro, desplazado en su salto, cae de costado, gimiendo.
El cámara deja de enfocar el palenque y capta imágenes de los entusiasmados espectadores. Se acerca a uno de ellos y le pide su opinión sobre lo que está pasando. “Hace falta tener dos … para hacer lo que este hombre está haciendo” –contesta-. “Valor y agilidad. Arte, en suma. Esto es un bello espectáculo que no se ve todos los días”.
A punto estoy de cerrar el fichero y olvidarme de semejante salvajada, pero la certeza de que eso ha ocurrido aunque yo no quiera verlo ahora, me hace dejarlo seguir para ver hasta donde puede llegar la crueldad, aunque imagino el final.
El perro, de nuevo en pie, sacudiendo la cabeza para deshacerse de la sangre que le chorrea de la boca, sigue haciendo frente a su enemigo, que ahora se le acerca lentamente, apuntándole con el extremo del garrote, con seguridad, como avisando.
El animal planta bien en el suelo sus patas abiertas y agacha la cabeza sin dejar de mirar al hombre hacia arriba y desde un lado, alzados los belfos que dejan ver el colmillo que aún le queda.
El hombre se acerca, confiado, pero un salto inesperado del perro le hace encontrarse con sus patas en el pecho, haciéndole perder el equilibrio y dando con él en tierra.
El único colmillo del perro roza su garganta.
Pero el gruñido de victoria se vuelve aullido de dolor cuando el animal siente quebrársele las costillas por los estacazos que los cinco auxiliares del principio le propinan a la vez.
Cae de nuevo a tierra, sin fuerzas ya para oponerse a su destino.
El hombre se levanta, se sacude el polvo, hace un gesto para indicar a sus ayudantes que dejen de golpear al perro, y se acerca al pobre bicho con la arrogancia del que se sabe vencedor y con deseo de venganza por haber mordido el polvo.
Da varias vueltas alrededor del perro. Le da un fuerte golpe en el cuello y un ligero puñetazo en la cabeza y se vuelve hacia los espectadores, que berrean de entusiasmo.
Luego se acerca de nuevo. Le empuja, haciéndole trastabillar. El perro le observa. Despacio, el hombre levanta el bastón apuntando al cielo con él sin dejar de mirar al perro. Con un movimiento rápido, traza un círculo descendente con al garrote, cuyo final ha calculado que será el cráneo del animal.
Y así es.
El perro queda exánime, formando ya parte de la tierra inerte.
Y el público estalla en aplausos. “Preciso y precioso” – se oye. “eso es elegancia y buen hacer”, “Valor, que es lo que hace falta”. Frases parecidas me llegan desde el tumulto del vídeo hasta que llega la definitiva: “Eso es arte”.
Un barrido general del cámara muestra el conjunto del lugar, y poco a poco se va elevando hasta encuadrar al sol, que empieza a ponerse rojo.
Absolutamente indignado, cierro el archivo y les respondo por correo, llamándoles salvajes, bestias, crueles, y algunas otras cosas, e indicándoles que conozco el lugar y que voy a denunciarlos.
Le doy a la tecla de “enviar” un fuerte golpe, como si al maltratar el teclado pudiera transmitir mi indignación además de las palabras.
Me levanto y doy varias vueltas por la habitación, encolerizado, cuando oigo el sonido que indica un mensaje nuevo.
Miro a la pantalla.
Es del Gerón de las narices. ¡¿Tendrán la osadía de protestar?!
Abro el mensaje, altamente molesto.
Tan sólo unas pocas palabras: “¿Va usted también a denunciar el negocio de las corridas de toros?”
Comprendo la semejanza.
La boca se me llena de silencio y el corazón de angustia.
Apago el ordenador y cierro los ojos, deseando estar en otro mundo.
[NOTA: lo descrito, al menos en este caso, es ficción, creada para llegar al fondo del mundo taurino. Pero lamentablemente conocemos crueldades semejantes con perros y con otros animales, que dan la medida de una parte de la especie humana]
-AELPON- Alfredo Vílchez