El otro día tuve una reunión con los amigos. Una de esas veladas en que se cuentan cosas tontas de las que se ríe uno mucho, y en las que se cambia de tema de una forma tan rápida y consciente como rápido y consciente es el parpadeo.

Luego, ya solo, no se me iba de la cabeza uno de los motivos de diálogo: vivir con compañía, tema difícil de concretar pero muy dado a la reflexión personal.

Pensé que me gustaría encontrar a alguien que sea fiel, que se mantenga a tu lado pase lo que pase, sufriendo contigo los malos momentos y alegrándose en los buenos. Incluso que sería posible encontrar quien esté siempre alegre junto a ti, con la risa en los ojos y la esperanza puesta.

Pensé que me gustaría encontrar a alguien que tenga confianza en todo momento, que espere siempre lo mejor y disculpe los errores sin darle más importancia que la que tienen. Y que en ello sea capaz de emplear una enorme dosis de paciencia para superar palabras y actos que no se quieren decir o hacer, pero que se dicen y hacen.

Pensé que me gustaría encontrar a alguien con capacidad infinita para escuchar, y que al tiempo mantenga siempre viva la llama del respeto.

Pensé que me gustaría encontrar a alguien con una generosidad a toda prueba, capaz de dar todo sin pedir nada a cambio.

Pensé que me gustaría encontrar, en fin, a alguien que abra los ojos, ilusionados y brillantes de alegría en todo los encuentros cotidianos.

Me gustaría, sí.

Sé que es difícil.

Pero al momento siguiente me di cuenta de que no lo era tanto: estaba mirando a mi perro. – Alfredo Vílchez-

 

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