Cuando algo está bien dicho, no cabe añadir palabra alguna. Por eso pongo aquí un texto de Pérez Reverte sobre Antonio Barceló, marino español del XVIII, al que nunca le dieron la orden de disparar delante de los barcos piratas de la época, para no molestarlos. Y no fue el único. En el Mediterráneo y en al Atlántico hubo españoles que trajeron fritos a piratas y corsarios (no es lo mismo, y ya hablaremos de ello), e incluso fueron una pesadilla para la armada real británica. Por ahora, contentémonos con Barceló, y con lo que cuenta sobre él Arturo Pérez Reverte.

Patente de corso, por Arturo Pérez-Reverte
(Barceló)
Me dicen los amigos: hay que ver, Reverte, con esto del paisaje que tenemos y la que está cayendo, salimos a cabreo semanal con blasfemias en arameo, y hace tiempo que no cuentas ninguna de esas peripecias de la historia de España que dejabas caer por esta página, de marinos, conquistadores, aventureros y gente así, políticamente incorrecta, que a veces consuelan y hacen descansar de tanta basura parlamentaria y municipal, y tanta cagada de rata en el arroz. Y como los amigos siempre tienen razón, o casi, y es verdad que hace tiempo no toco esa tecla, hoy vamos a ello. De todas formas, para no perder el pulso de la actualidad actual, quisiera recordar a un personaje que practicó la alianza de civilizaciones a su manera. Ya me dirán ustedes si viene a cuento, o no.

Se llamaba Antonio Barceló, Toni para los amigos. Como de costumbre, si hubiera sido francés, inglés o de cualquier otra parte, habría películas y novelazas con su biografía. Pero tuvo el infortunio de ser mallorquín, o sea, español. Con perdón. Que es una desgracia histórica como otra cualquiera. El caso es que ese fulano es uno de mis marinos tragafuegos favoritos. Tengo su retrato enmarcado en mi casa, junto al de su colega de oficio Jorge Juan, y en el Museo Naval de Madrid hay un cuadro ante el que siempre me quito un sombrero imaginario: D. Antonio Barceló con su jabeque correo rinde a dos galeotas argelinas. Hijo de un marino comerciante y corsario, embarcó siendo niño en los barcos de su padre. La primera fama la consiguió con sólo 19 años, en 1736, cuando ya navegaba como patrón del jabeque correo de Palma a Barcelona, y empezó a darse candela con los piratas norteafricanos que infestaban el Mediterráneo occidental. En aquellos tiempos, como no había telediarios donde hacer demagogia, a los piratas se les aplicaba directamente el artículo 14. Y Toni Barceló, que conocía el percal y no estaba para maneras de oenegé, lo aplicaba como nadie. El ministro Moratinos y la ministra Chacón habrían hecho pocas ruedas de prensa con él. Prueba de ello es que, pese a ser marino mercante y no de la Real Armada –allí sólo podían ser oficiales y jefes los chicos de buena familia–, fue ascendiendo en ésta, con los años, de alférez de fragata a teniente general, a lo largo de una vida marinera bronca, azarosa y acuchilladora. Dicho de otra forma, a puros huevos.

Lástima, insisto, de película que, como tantas otras, en este país de cantamañanas nunca hicimos. Ni haremos. Barceló libró combates y abordajes de punta a punta del Mediterráneo. Combatió a los piratas y corsarios, e hizo él mismo la guerra de corso con resultados espectaculares. Sin complejos. Su ascenso a teniente de navío lo consiguió por la captura al arma blanca de un jabeque argelino, que le costó dos heridas. Sólo entre 1762 y 1769 echó a pique 19 barcos piratas y corsarios norteafricanos, hizo 1.600 prisioneros y liberó a más de un millar de cautivos cristianos. Y menos de diez años después, sus jabeques, navegando pegados a tierra y jugándosela en las playas, impidieron que la expedición española contra Argel terminara en un desastre. Eran tiempos poco favorables a la lírica, y lo de las fuerzas armadas españolas humanitarias marca Acme se la traía a Barceló, como a todos, bastante floja. Argelia era la Somalia de entonces, más o menos, y a los atuneros de entonces los protegió a su manera: en 1783 fue con una escuadra a Argel, disparó 7.000 cañonazos contra la ciudad e incendió 400 casas. Sin despeinarse.

También he dicho que era español, y eso tiene su pago de peaje. La envidia y la mala fe lo acompañaron toda su vida. Sus colegas de la Real Armada no podían verlo ni en pintura, y andaban locos por que se la pegara. No tuvo, como es natural, amigos entre sus pares. Ayudaba a eso su persona y carácter, poco inclinado a tocar cascabeles. Era hombre rudo y de escasa educación –sólo sabía escribir su nombre–, brusco de modales, sordo como una tapia por el ruido de los cañones. Tampoco era guapo, pues la cicatriz de un sablazo le cruzaba el careto de lado a lado. Gajes del oficio. Pero sus tripulaciones lo adoraban, peleaban por él como fieras y lo acompañaban, literalmente, a la misma boca del infierno. Ganó honores y botines, rindió a enemigos, asombró al mismo rey, y mandó barcos y escuadras hasta los 75 años. Se retiró al fin a Mallorca, donde murió entre el respeto de todos. Fue uno de los poquísimos casos en que España no se comportó como ingrata madrastra, y agradeció los servicios prestados. Su fama fue tanta que en sus tiempos corrió en coplas una décima famosa, a él dedicada, que concluía: «Va como debe ir vestido / fía poco en el hablar / mas si llega a pelear / siempre será lo que ha sido».

Imaginen lo que se habría reído viendo lo de Somalia en el telediario, y a los piratas en la Audiencia Nacional.

-AELPON-Alfredo Vílchez

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