Parece un  título un tanto raro, pero de eso irá el artículo de hoy, en el que, por cierto, sólo haré una transcripción de lo que dicen dos personas en sendos vídeos, un desconocido angloparlante y Alfonso Guerra, añadiendo algún comentario mío al final. Ellos lo dicen todo, y muy bien dicho.

En el primer vídeo, un hombre comenta, en inglés, el miedo que le dan los autodenominados “progresistas»:

“He notado que mucha gente que antes se llamaba a sí misma “liberal” o “de izquierda”, ahora prefiere el término “progresista”, presumiblemente porque suena más bien. ¡Progresista!. Pero hay una diferencia entre ser liberal y ser progresista. Me gustan los liberales, pero no me gustan los progresistas. Incluso  los izquierdistas están bien, si son del tipo adecuado de izquierda, pero los progresistas me dan escalofríos.

“Progresista” suena como una palabra positiva ¿no es cierto?, que rebosa con la promesa de un mañana más brillante. Pero en realidad significa moverse gradualmente, progresivamente, poco a poco, hacia una sociedad cada vez más regulada, controlada y menos libre, en donde la identidad de grupo lo vence todo, y cada comentario casual es un crimen de odio en potencia. Tendremos más y más igualdad, y más y más equidad, y cuando tengamos toda la igualdad y equidad que podamos soportar, entonces tendremos un poco más, nos guste o no. Es la misma agenda del marxismo revolucionario, sólo que ellos quieren hacerlo gradualmente, progresivamente. Ya sabe, como una enfermedad.

     Un liberal es una persona que defenderá tu derecho a la libertad de expresión incluso si está en desacuerdo contigo; un progresista es una persona que defenderá el derecho de alguien a callarte porque te encuentra ofensivo.

     Un liberal ve valioso el intercambio de ideas y opiniones; un progresista ve esto como una amenaza a la cohesión de la comunidad.

     Los liberales hacen lo que creen que está bien; los progresistas hacen lo que creen que es correcto, aunque si es bueno o malo no les preocupa.

     Los liberales tienden a vivir y dejar vivir; los progresistas tienden a regular, censurar, inmiscuirse e interferir, porque los progresistas siempre saben lo que es mejor para todos. Es un don que tienen.

     Para un liberal, el lenguaje es una herramienta; para un progresista, es un arma: el significado real de las palabras es irrelevante siempre y cuando puedan usarse como instrumentos pesados y contundentes para callar a los demás. Porque los progresistas se ven a sí mismos como los únicos árbitros de lo que debería permitirse o no a la gente decir y pensar, y ellos se sienten con todo el derecho de acallar las opiniones que no aprueben, para que nadie más pueda escucharlas. Los estudiantes progresistas son particularmente entusiastas de esto.

     En contraste, un liberal está abierto a otros puntos de vista. Para un progresista, no hay otro punto de vista: si no eres progresista debes ser de la extrema derecha, y, si tienes un punto de vista poco favorable al Islam, eres racista. Y punto.

Así que ¿Cuál eres tú? ¿liberal o progresista? No puedes ser ambos, porque ambas palabras son opuestas, de la misma manera que la cordura y la locura son opuestas».

En el segundo vídeo, (minuto 12,23) Alfonso Guerra responde a un periodista que le pregunta “¿A qué se debe el descrédito del concepto España entre la izquierda?”. Dice el sr. Guerra:

     “Bueno, hay una izquierda de salón, una izquierda boba, una izquierda impostora, que incluso tiene miedo a usar la palabra España, y dicen “nuestro país”, “el Estado”…  ¡Hay que ser muy tonto!.

     Yo comprendo que hay una generación, a la que yo pertenezco, que podríamos tener alguna resistencia, porque, cuando yo tenía cinco años, al entrar en el colegio nos ponían en fila, y nos hacían gritar lo de ¡Franco, Franco, Arriba España!… cada día, al entrar y al salir, y en las fiestas, el Cara al Sol… que estemos en contra de la patrimonialización  que hizo de España los vencedores de la guerra es razonable.

     Pero los más jóvenes, que ni siquiera han vivido la Dictadura ¿qué hacen denostando a su país, no queriendo hablar de España?… Me parece una cosa tan absurda que… ¡están muy aislados! porque, cuando hay movimientos populares como un partido de fútbol, las cosas mundiales del fútbol, todo el mundo sale ¡España, España!, y se quedan muy aislados estos que se creen que tienen el fanal, que tienen el tesoro de la sabiduría… ¡No saben nada! ¡Son unos paletos!

     La izquierda, durante la Segunda República, que algunos citan, sin conocimiento, como el ideal, en la Segunda República los dirigentes políticos amaban a España de una manera extraordinaria, y lo decían públicamente sin ningún problema.

     Pero hoy aquí hay gente que dice que es de izquierdas, que jamás diría “yo soy un patriota”.. ¡Pero bueno…!, pero si eso está en la esencia del ser, se es de su país, de su lugar, de su región, de su ciudad, de su pueblo… ¡no, no, eso es…!  Mire [al periodista], en España, si alguien grita “Visca Cataluña” es épico; y si es “gora Euskadi” es un héroe… ¡si dice “Viva España”, es un facha!… ¡Hombre..! ¡ pero bueno!

«¿Eso son todavía secuelas?»- pregunta el periodista

     “Si, de la patrimonialización…. pero ¡es que hace ochenta años de eso ya… hombre…!  ¡la guerra terminó hace ochenta años! ¡Ya es hora de que la gente pierda los prejuicios!»

Sin duda uno de los miembros más destacados de ese “progresismo” y de esa izquierda boba de que habla Alfonso Guerra es la portavoz de Podemos en Andalucía, Teresa Rodríguez, que, en su exposición en la reciente investidura andaluza se embarulla con los tópicos típicos, e incluso con el lenguaje, porque, por ejemplo, dice que el pacto PP-Ciudadanos se gestó “a miles de kilómetros” (creo que Madrid está algo más cerca), y el subconsciente le juega una mala pasada cuando, hablando de los pesebres autonómicos, dice que un buen ejemplo son “tanto el PSOE como el partido socialista” en otras regiones.

Comenten otros las incoherencias del discurso, que a mí, como historiador, lo que más me llama la atención es cuando considera que los Reyes Católicos acabaron con el paraíso musulmán (el renacimiento andaluz, dice) y nos volvieron a la “edad media más oscura” (minuto 4,35 de su intervención). Y eso lo dice ignorando que en esa maravillosa Córdoba a la que cita, el califato acabó en las piras de libros ordenadas por Almanzor; que el paraíso quedó en nada con los fundamentalismos de almohades y almorávides; que el reino nazarí de Granada se creó con el permiso de Fernando III y transcurrió entre una constante refriega de traiciones, deposiciones y asesinatos entre sus élites.

Pero es que, además, esos reyes oscuros que cita  fueron los que convirtieron un reino medieval en el primer estado moderno europeo, en el que la administración, por primera vez, no era cosa de la nobleza, sino de los funcionarios, los especialistas. Y fueron los que harían posible que luego su nieto, Carlos, tuviera la primera visión de una Europa moderna unida, entusiasmando con esa idea a un personaje tan fundamental del pensamiento renacentista como Erasmo de Rotterdam. ¡Qué lejos está de todo eso la sra. Rodríguez!

Y, por terminar ya, olvida doña Teresa que, desde el ámbito feminista al que pertenece, está denostando a la primera mujer que no se limitó a ser transmisora de legalidad monárquica, sino que sería la primera que ejerció como reina, a pesar de los intentos masculinos de reducirla a mero elemento de un contrato de alianza; que supo mantenerse como reina incluso frente a su marido, también rey; y que tuvo la genial intuición de que podía lograrse algo bueno apoyando a un tal Colón, aunque sabios doctores y políticos se opusieran a ello.

Por cierto que, en 1495, el segorbino Francesch Vicent publica en Valencia un libro con una nueva forma de jugar al ajedrez que se extendería rápidamente -la actual- en la que la Dama, o Reina, era la pieza más poderosa y podía moverse por todo el tablero. ¿Tendría algo que ver el ejemplo de doña Isabel, ya reinante? Yo creo que sí. Mal que les pese a Teresa Rodríguez y a las feministas militantes, porque Isabel no era de izquierdas, y además, oh anatema, tenía en su escudo los símbolos franquistas del yugo y las flechas.